Jonathan Martinez / Publico

Para los niños de mi generación, hay algo casi romántico en el recuerdo de la vida de barrio. Uno echa la vista atrás, vuela con la memoria a los ochenta y se encuentra en el patio de una escuela de extrarradio, tal vez saltando en las baldosas melladas de las aceras o correteando por un edén frondoso de balancines y columpios metálicos. La vida era plácida y despreocupada. Jugábamos a la pelota o trepábamos a los árboles o visitábamos a nuestros abuelos, que vivían quizá en otro barrio igual de alegre y bucólico.

Con el tiempo aprendemos a percibir la amargura de aquellas medias verdades. Uno termina por descubrir la fatiga laboral en el viejo despertador del padre, la madre que se desloma en trabajos inciertos, la reconversión industrial, los rencores raciales, la violencia de navaja y vino peleón, las jeringuillas homicidas que colonizaban los rincones más insospechados. Muy cerca de la calle donde me crié, ETA voló el coche de un vendedor ambulante que había sido detenido con 420 gramos de heroína. Yo tenía seis años. En el edificio donde vivía su familia apareció una pintada: «Amonal o metralleta, traficante a la cuneta».

Cuenta Alana S. Portero en La mala costumbre que la heroína irrumpió con una sospechosa puntualidad en los barrios donde se cocinaba la conciencia de clase. En un clásico del cine quinqui como El pico, Eloy de la Iglesia representaba la figura del camello como confidente policial y alentaba la hipótesis de que la Guardia Civil estaba aprovechando las redes de drogodependencia. Se ha objetado que nunca existió algo así como unos GAL farmacológicos, sino que hubo más bien un problema de corrupción policial amparado por la excepción antiterrorista. Justo Arriola cuestiona estas objeciones en las páginas de A los pies del caballo.

La verdad es que el jaco cabalgó a sus anchas y dejó un fuerte impacto demográfico en algunos barrios. Se ha hablado de una “generación perdida”. Gracias a la degradación de los suburbios, los políticos y los empresarios de la construcción encontraron la coartada perfecta para las maniobras gentrificadoras. El estigma de todo un espacio urbano es la condición de posibilidad de su regeneración a golpe de talonario. En otros barrios, al contrario, el estigma permanece. Donde antes había heroína a raudales han proliferado como champiñones las casas de apuestas. Hemos pasado de las sobredosis a la ludopatía.

Cuenta Portero que los nuevos usos inmobiliarios introdujeron inesperados cambios sociales en San Blas. Aunque las urbanizaciones de jardín y piscina no llegaron al centro del barrio madrileño, se fue imponiendo una mentalidad aspiracional y una falsa conciencia burguesa. Las redes comunitarias que había descosido la heroína acabaron de romperse en flamantes edificios de ladrillo naranja donde la vida en común era más esporádica. La conciencia de clase se disipaba. Las luchas vecinales habían perdido en cierto modo su capacidad de influir en las derivas políticas.

La nostalgia tiende a recordar el pasado bajo una lente deformante: el patio feliz de la escuela, las aceras donde dábamos patadas a un balón, los columpios metálicos que nos impulsaban hacia el cielo pero que en realidad eran rígidos y temerarios como potros de tortura. La nostalgia no recuerda la explotación laboral, el desempleo, el émbolo sangriento de la última dosis, el chaval que viste caer sobre las baldosas con un navajazo en la yugular. Cualquier tiempo pasado fue mejor siempre que la amnesia sepa imponer sus descartes.

El pasado 3 de noviembre, Vox proclamó a Carlos Hernández Quero como portavoz adjunto en el Congreso y las redacciones de prensa comenzaron a echar humo resaltando su bagaje académico y su perfil obrerista. Con el cambio, la formación ultraderechista pretende penetrar en los cinturones rojos, barrios levantiscos donde en su tiempo hubo alguna hegemonía comunista y donde el PSOE es a día de hoy una opción preferente. Puesto que la agenda securitaria tiene un efecto limitante y limitado, el nuevo rostro de Vox viene a conceder alguna centralidad al debate sobre la crisis habitacional. Su propuesta es el ladrillazo y la nostalgia.

En su reciente Asamblea General, Vox resumió su programa económico y de vivienda en una doble imagen de portada. En la parte inferior, vemos un paisaje tupido de grúas de la construcción. En el cielo, aparece un avión con el lema “billete de vuelta”. Es decir, especulación inmobiliaria y xenofobia. Por aquellas fechas, Hernández Quero había publicado una especie de oda al desarrollismo franquista en tramposa oposición a los minipisos subastados en Idealista. La España de los toldos verdes, dice el portavoz de Vox, parece preferible a la jarana multicultural de los barrios mestizos.

Olvida Hernández Quero que el franquismo construyó algunos de aquellos barrios precisamente para almacenar en la periferia a los migrantes del éxodo rural que afeaban el centro con sus chabolas. En Bilbao, por ejemplo, Franco inauguró con gran pompa el poblado dirigido de Otxarkoaga y sus redes de propaganda lo anunciaron como una suerte de generosa beneficencia. En realidad, como demuestran los estudios de Luis Bilbao Larrondo, la policía temía que en las zonas chabolistas prendieran con más rapidez las ideas socialistas y separatistas. Además, los empresarios locales estaban preocupados porque el paisaje de infraviviendas disuadía a los inversores extranjeros.

Otxarkoaga fue un experimento de control social favorecido por el miedo que tenían los migrantes —de Galiza, Extremadura, Andalucía o Castilla— a ser devueltos a sus lugares de origen. Jordi Grau, que rodó el documental oficial sobre la promoción de viviendas, contaba que Franco le había ordenado repetir algunas escenas porque los realojados no sonreían con el suficiente entusiasmo. Huelga decir que el nuevo barrio, convertido en eso que Vox llama “estercolero multicultural”, quedó abandonado al hacinamiento y el deterioro. Los materiales eran tan pobres que el frío, las filtraciones y las humedades precipitaron las patologías pulmonares. Después llegó la heroína.

Lo sé porque crecí a pocos metros de allí y porque el tiempo y los datos me han prevenido contra las tentaciones de mis propias nostalgias. Los migrantes no eran ni son, como sugiere Carlos Hernández Quero, el motivo de la crisis de vivienda. No lo eran quienes llegaban a Bilbao en los cincuenta y no lo son quienes viven ahora en esos barrios que el portavoz llama despectivamente “China Town” o “pequeño Caribe” —el negocio de estigmatizar para reconstruir, ya se sabe—. El problema es la mercantilización de la vivienda, la desposesión, los precios desorbitados, los desahucios, la precariedad laboral, los acaparadores y los nostálgicos vestidos con chaqueta de piel de cordero.

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