Antes de iniciar estas líneas, deseamos expresar desde este modesto espacio nuestra más profunda solidaridad con Aritz Ibarra e Iker Arana, ambos gravemente heridos este año en actuaciones policiales llevadas a cabo por la Ertzaintza: el primero, hace unos meses en Bilbo; el segundo, la semana pasada en Gasteiz.
Desde aquí, les enviamos todo nuestro ánimo y apoyo en estos momentos tan difíciles.
Para quienes ya peinamos canas, nada de esto nos resulta nuevo, por desgracia. Ni la brutalidad policial, ni la impunidad de la que gozaron y siguen gozando; tampoco las palabras vacías de políticos dicharacheros ni las ambigüedades de algunos que antes fueron compañeros y hoy, lamentablemente, también guardan silencio o miran hacia otro lado.
Para las más jóvenes —y sin pretensión alguna de dar lecciones—, simplemente como ejercicio de memoria, cabe recordar que durante muchos años se toleró, se promovió e incluso se intentó normalizar la violencia policial contra las trabajadoras y los trabajadores de este país. Una normalización de la que, sin ser del todo conscientes, también formamos parte activa nosotras mismas, incluso desde posiciones revolucionarias.
La sociedad vasca, en gran medida, terminó por normalizar prácticas que jamás debieron asumirse como cotidianas. Se aceptaron sin demasiada sorpresa los controles en carretera; se toleraron las palizas cuando las víctimas eran “las de siempre”; se dieron por habituales los tratos vejatorios dirigidos a personas de distintas edades por el simple hecho de participar en una movilización. Insultos, respuestas despectivas, comentarios racistas, machistas y homófobos, escupitajos, empujones… todo ello fue integrándose en una peligrosa rutina colectiva que deshumanizó el conflicto y erosionó profundamente la dignidad de quienes alzaban la voz.
Nosotras mismas, de algún modo, también contribuimos a esa normalización. “Solo le han caído dos o tres años de prisión”, decíamos, aludiendo a un compañero cuya petición fiscal quizá era de ocho o diez. Con esa frase, sin darnos cuenta, asumíamos como algo lógico —casi natural— que pasar meses o años en prisión formara parte del camino de quienes luchaban por los intereses de la clase trabajadora de este país. Convertimos en rutina lo que en realidad era una injusticia estructural, aceptando el castigo como si fuera un precio inevitable por comprometerse políticamente.
Pues bien, quizá no de la misma forma, pero observamos con profunda preocupación una nueva normalización de la violencia ejercida por la policía autonómica vasca. Resulta alarmante el silencio —o, en el mejor de los casos, la condena tibia y meramente declarativa— de las instituciones vascas en su conjunto, así como la ausencia total de medidas efectivas y sanciones ejemplares contra las y los agentes responsables. Todo ello transmite la inquietante sensación de que, hoy como ayer, continúa vigente una impunidad que debería estremecernos.
Hoy es otra generación de jóvenes la que sufre la represión, pero no son las únicas. Cientos de obreras de este país también padecen la prepotencia y la violencia policial, que se hacen evidentes en múltiples ámbitos: desde las universidades hasta las fábricas, y también en la vida político-cultural de este país. Golpean a las aficionadas al fútbol, a las internacionalistas, a las ecologistas, a quienes defienden a las personas más vulnerables frente a los desahucios. Golpean e insultan a quienes se ganan la vida como pueden, vendiendo en la calle; a quienes protegen los gaztetxes y la cultura popular; y a tantas otras personas en infinidad de espacios diferentes.
Siempre al servicio de los intereses de la burguesía en Euskal Herria, siempre como garantes de un españolismo rancio que no tolera disidencias. Mientras algunas se escandalizan porque no se quiere compartir con ellas espacios festivos, nosotras seguimos reclamando espacios verdaderamente seguros. Y es evidente que quienes actúan como brazo represivo del poder no contribuyen precisamente a ese objetivo.
Todas estas actuaciones represivas —y su preocupante incremento en los últimos tiempos— no son únicamente acciones aisladas de individuos con comportamientos violentos, aunque también existan casos así. Responden, sobre todo, a una estrategia más amplia y deliberada: la de intentar frenar al movimiento antifascista y a aquellos sectores de este país que están organizándose desde ámbitos no institucionales. No se trata, por tanto, de excesos puntuales, sino de una tendencia estructural que busca desarticular cualquier forma de resistencia autónoma y popular.
La juventud vasca no necesita consejos a estas alturas de la película. Lo que necesita es que las generaciones que la precedimos estemos a su lado: que acompañemos su camino y sobre todo, que no les dejemos solas frente a la impunidad de la que gozan algunos hoy. No se van a amedrentar. No van a ser expulsadas de las calles. Van a seguir señalando y denunciando a los responsables cada vez que, por desgracia, se produzcan nuevos casos de violencia policial.
Sabemos bien —porque no es la primera vez— que medios como El Correo afilarán su pluma para tratar de criminalizar a la víctima y victimizar al agresor. Pero también sabemos que frente a esa estrategia, la fuerza colectiva, la memoria y la solidaridad siguen siendo nuestras mejores armas.
A todas aquellas personas que han sufrido violencia policial en Euskal Herria y a quienes la sufrieron el pasado 12 de octubre en Gasteiz, besarkada bat!





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