Oriol Sabata / Nueva Revolución (NR)

Falange Española, fundada en 1933 por José Antonio Primo de Rivera, se ha presentado históricamente como un movimiento nacionalista revolucionario con un discurso obrerista y de defensa de los trabajadores. Este énfasis en lo social y en el nacionalsindicalismo no surgió de manera aislada en la mente de Primo de Rivera, sino que fue influido por Ramiro Ledesma Ramos, intelectual y fundador de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) en 1931, quien introdujo un discurso obrerista, anticapitalista y sindicalista revolucionario, inspirado en parte por el fascismo italiano primigenio. Primo de Rivera, inicialmente más inclinado hacia un nacionalismo conservador, adoptó y adaptó estas ideas de Ledesma tras la fusión de Falange con las JONS en 1934.

Fue Ledesma quien impulsó el nacionalsindicalismo como eje programático: sindicatos nacionales que integrarían a obreros y patronos en una estructura vertical, supuestamente para superar la lucha de clases. Sin embargo, esta retórica ocultaba una profunda contradicción ideológica: renegaba explícitamente de la lucha de clases y abogaba por una conciliación forzada entre obreros y patronal bajo el paraguas de una «unidad patria» garantizada por el Estado.

Lejos de ser un proyecto emancipador, Falange defendía un régimen que pretendía conciliar los intereses de explotados y explotadores, proponiendo una supuesta «tercera vía» que rechazaba tanto el capitalismo como el comunismo. Esta posición revela una trampa ideológica diseñada para neutralizar la conflictividad social y preservar los privilegios de las élites.

Retórica anticapitalista

En su teoría, Falange se autoproclamaba «implacablemente anticapitalista y anticomunista», prometiendo un régimen nacional y social que superaría las divisiones de clase. Un ejemplo paradigmático es el discurso de José Antonio Primo de Rivera pronunciado el 19 de mayo de 1935 en el Cine Madrid. Allí, el fundador de Falange afirmaba:

«Por eso nuestro régimen […] será un régimen nacional del todo, sin patrioterías, sin faramallas de decadencia, sino empalmado con la España exacta, difícil y eterna que esconde la vena de la verdadera tradición española; y será social en lo profundo, sin demagogias, porque no harán falta, pero implacablemente anticapitalista, implacablemente anticomunista».

Curiosamente, en ese mismo discurso, Primo de Rivera admitía la validez de las previsiones marxistas sobre el capitalismo: «las previsiones de Marx se vienen cumpliendo» de manera implacable en la concentración de capitales y la proletarización de las masas. Reconocía, así, la explotación inherente al sistema capitalista. Sin embargo, rechazaba el marxismo como solución, argumentando que llevaba a la «negación del hombre» y la «pérdida de su individualidad». En relación al capitalismo y al marxismo señalaba: «no queremos ni lo uno ni lo otro».

Esta «tercera vía» proponía un Estado corporativista como árbitro neutral, capaz de armonizar los intereses de obreros y burguesía en una supuesta justicia social. En la práctica, esto implicaba suprimir la lucha de clases en favor de una unidad orgánica bajo la nación y la tradición cristiana. El «proyecto social» falangista no era revolucionario, sino una maniobra para reprimir el conflicto clasista, sustituyéndolo por un sistema de asistencia basado en la caridad cristiana y el control estatal, sin alterar las estructuras de propiedad ni el poder económico de las élites.

Financiados por el gran capital

La principal contradicción de Falange radica en que, pese a su retórica anticapitalista, su ascenso y consolidación fueron posibles gracias al respaldo financiero y logístico de la burguesía nacional. Esta élite veía en la República una amenaza a sus privilegios y apostó por el fascismo como fuerza contrarrevolucionaria para proteger el orden establecido.

El gran capital financió y armó a Falange y sus milicias, abriendo el camino para el golpe de Estado de julio de 1936 y la posterior victoria del bando sublevado. Y en este proceso participaron figuras clave de la burguesía industrial y financiera. Es el caso de Félix de Lequerica, empresario y político conservador, que canalizó fondos para propaganda y organización de grupos fascistas; José Antonio Sangróniz, un industrial con conexiones financieras, quien apoyó la formación de milicias armadas; Pedro Eguillor, terrateniente y banquero que proporcionó recursos para actividades subversivas contra la República; o Juan March, el magnate cuya inmensa fortuna, acumulada en tabaco, banca y contrabando, se destinó a fortalecer Falange. March no solo aportó sumas millonarias, sino que facilitó conexiones internacionales y logísticas, como el alquiler de aviones para transportar tropas desde Marruecos durante el alzamiento. Su apoyo fue decisivo para convertir a Falange en una fuerza paramilitar capaz de confrontar a la izquierda republicana.

Estos financiadores representaban a terratenientes, banqueros y grandes empresarios que temían las reformas agrarias, sindicales y fiscales de la Segunda República. Falange, con su discurso de «unidad nacional», les ofrecía una herramienta para contrarrestar el avance obrero y socialista, sin cuestionar su dominio económico.

La falacia de la ‘tercera vía’

En la práctica, la supuesta equidistancia entre capitalismo y comunismo se reveló como una falacia. Falange no solo contaba con el apoyo de la burguesía, sino que el régimen resultante del golpe –el franquismo, que tenía como base ideológica inicial a Falange y su nacionalsindicalismo– terminó mutando hacia posiciones todavía más reaccionarias. Franco, una vez consolidado el poder, reprimió a los elementos más radicales y «socializantes» de Falange (incluyendo la condena contra Manuel Hedilla y la marginación de sectores jonsistas), para imponer un nacionalcatolicismo conservador, alineado con la Iglesia y las élites tradicionales. La «justicia social» se limitó a sindicatos verticales controlados por el Estado, donde obreros y patronos «colaboraban» bajo coerción, y a una asistencia social inspirada en la caridad católica.

Toda una demostración de la farsa de la «tercera vía». Esta conciliación era una trampa: suprimía la lucha de clases no para emancipar a los trabajadores, sino para perpetuar la explotación bajo un velo patriótico. Las élites, que financiaron el movimiento, emergieron fortalecidas, mientras los obreros enfrentaban explotación y represión ideológica.

El discurso obrerista de Falange Española –tomado en gran medida de Ramiro Ledesma y adaptado por Primo de Rivera– sirvió como una maniobra para captar el apoyo de los trabajadores mientras se defendían en realidad los intereses de la patronal. Su rechazo teórico al capitalismo chocaba con su dependencia práctica del gran capital, revelando una ideología al servicio de la contrarrevolución. Lejos de una vía alternativa, fue un instrumento para preservar la dominación de la burguesía en nombre de la «unidad patria».

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